Fabiola Calvo Ocampo
“Todos me conocéis y me sabéis incapaz de callar. No aprendí a hacerlo en mis 73 años de vida. Y ahora no quiero aprenderlo. Callar, a veces significa mentir porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Yo no podría sobrevivir a un divorciado entre mi conciencia y mi palabra, que siempre han formado una excelente pareja”.
Fueron palabras pronunciadas por Miguel de Unamuno en una célebre conferencia en la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936.
Entre los asistentes se encontraba el General Millán Astray lo que no constituyó un obstáculo para que el filósofo subrayara en su discurso: “Venceréis pero no convenceréis”. Y 40 años duro la dictadura del Generalísimo Francisco Franco.
¿Callamos? ¿Hablamos? ¿Escribimos? ¿Recordamos? Nos enfrentamos a la pregunta ¿Qué es la memoria histórica? Algunos instalan la respuesta en Pierre Nora en la preparación de la conmemoración de la Revolución Francesa, pero el filósofo Theodor Adorno es quien nos adentra en la memoria para la mejora y calidad de la cultura política actual, así como para las nuevas generaciones de ciudadanos y ciudadanas, según nos recuerda el proyecto de Ley sobre Memoria Histórica, presentado por el grupo parlamentario en España, Ezquerra Republicana a la mesa de los diputados.
Y ¿qué nos viene a decir Adorno en su Mínima Moralia, publicada en 1951, acerca de la Memoria Histórica?
Comprenderlo, quizá es sencillo para la razón pero no simple para el corazón. Nos dice que es un derecho humano más, que es un requisito previo e ineludible para la consecución de la justicia.
Para él, sin memoria no puede existir justicia. Por eso recomendaba a las instituciones públicas formar a la ciudadanía a través del sistema educativo en valores e ideas democráticas mediante el cultivo activo del pasado. Esto es, ocuparse no sólo de la memoria de las víctimas, sino también de todos aquellos proyectos que no pudieron ver la luz, de todas las ilusiones perdidas, de las escuelas, de los maestros, la cultura y los derechos sociales.
En este momento en Colombia, doloroso decirlo pero es parte de nuestra realidad: una gran mayoría de nuestros jóvenes desconocen su pasado inmediato. O nadie se los cuenta o la institucionalidad borró y borra nuestra historia. ¿Cuánto hemos perdido?
Comprometernos con la memoria histórica es una reivindicación de los sin voz para hablar con nuestra voz; es un derecho de la sociedad y una obligación y un derecho de quienes tenemos conciencia de nuestro pasado histórico.
Destruyendo la memoria, no sólo destruyen la identidad colectiva sino la individual. No permitamos que con nuestro silencio se pierda la riqueza de un pasado. Ya los cambios generacionales empiezan a dar fe de ello.
No permitamos que el silencio, el miedo o la muerte trágica o natural de tantos protagonistas o, de quienes pueden legar sus testimonios, nos priven de los argumentos de un derecho.
Ellos y ellas perdieron sus vidas o los desaparecieron porque estaban al servicio de causas altruistas. Es nuestra obligación compensarlos-las con la recuperación de su memoria.
Hablemos de una memoria que rescata de ese pasado a seres en su exacta dimensión humana, a mujeres y hombres parte de un pasado del que es necesario rescatar enseñanzas y extraer y promover herramientas para la convivencia. El pasado no es un fósil, es vida y como vida debemos proyectarlo.
No pretendemos reescribir la historia sino concientizar, no buscamos adeptos sino sensibilizar desde la conmoción en el recuerdo de cada uno y cada una y cada uno de los colombianos. Hagámoslo desde la libertad de la falta de libertad para re-significar nuestra historia inmediata que, es en la que de verdad podemos aportar sólo con nuestra voz o nuestra letra y desde nuestro profundo amor a la vida.
Las experiencias más inmediatas de Argentina, España y el resto de Europa, además de otras más cercanas o lejanas, nos pueden aportar en nuestra intención y acción de recordar.
Retomemos parte del discurso que estuvo presente en las Jornadas sobre la Europa inacabada, realizado en la Escuela de Psicoanálisis en Madrid en diciembre-Enero 1997-1998:
“Freud estaba casi obsesionado con el recuerdo, era para él como un imperativo: recordad. Cuando el analizante no recuerda nada de lo olvidado o reprimido, lo vive de nuevo. No lo reproduce como recuerdo, sino como acto; lo repite, sin saber, naturalmente. ¿Y qué es lo se repite y se olvida? Repetimos todo lo que hemos incorporado ya a nuestro ser…”
“La ausencia de memoria conduce inexorablemente al vacío de las responsabilidades, por eso el psicoanálisis no puede prescindir de la memoria, es un rasgo distintivo frente a las psicoterapias que se fundamentan en el olvido. Privilegiar la conducta, el aquí y el ahora, no es otra cosa que olvidar, y no recordar es la antesala de la locura”.
También la Psicoanalista francesa Colette Soler, conocedora de lo que atañe a Europa después de dos guerras mundiales dijo en las mismas jornadas:
“El inconsciente sabe sobre aquello que la historia olvida, dado que existe una amnesia endémica de la humanidad que oculta las páginas de la vergüenza. Esa amnesia quiere producir un borramiento absoluto, arrojar las atrocidades de la historia a la inexistencia, lo que supone una doble aniquilación: no sólo se mata a las víctimas, sino que se les niega la posibilidad de perpetuarse en la memoria. Pero el inconsciente no olvida nada, conserva las marcas inscritas, al mismo tiempo sólo registra aquello que incumbe al goce. De la construcción de Europa, el inconsciente no sabe casi nada, pero sabe mucho de las guerras, de las atrocidades, y también de los actos heroicos”.
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