La psicología, la filosofía, la sociología, la literatura y otras tantas disciplinas más han disertado sobre la amistad, ese bien necesario para vivir porque “necesidad y vida están tan íntimamente relacionadas, que la propia vida se halla amenazada donde se elimine por completo a la necesidad”, según dice Annah Ardendt en referencia a lo social y lo privado.
Pues bien: la amistad es una construcción, un sentir, una subjetividad, pero también una objetividad, una relación, una manera de amar y, finalmente, podrá extraerse de esta suma y otros elementos más un concepto.
Para darle una consistencia a esa relación denominada amistad es necesario acudir primero a su nacimiento, cuyo único misterio es la conjunción de intereses, de espacio, de química. Es, sencillamente, un acercamiento.
En el proceso de la relación entre dos personas va creciendo paralelamente el afecto, que ahonda en cariño o en el más profundo sentido de amar. No nace porque sí: la amistad se va consolidando con el conocimiento de las dos personas, lo que equivale a compartir, a conocer su pasado, a saber cuáles son los intereses y proyectos acaricia en cada etapa.
En el discurrir de cada día, a la amistad le es intrínseca la confianza mutua; el saber escuchar, pero también el saber dar sin que a ésta última cualidad se la tenga que confundir con una propiedad del cristianismo.
La confianza madura en la reciprocidad de la entrega y en la complicidad, que a su vez dan cabida a la lealtad; ésta, de acuerdo con el diccionario de María Moliner, corresponde a la cualidad de ser leal, aplicable con más frecuencia a una actitud hacia alguien determinado que a una cualidad.
La amistad condensa en sí misma una entrega a cambio de nada diferente a la relación de amor: le cabe el reconocimiento a la otra persona por la ayuda y el apoyo recibido, así como demostrarlo no sólo con acciones, sino con palabras, con frases que denoten tal gratitud.
La permanencia de una amistad puede dar cuenta de los cambios y circunstancias a los que las y los seres humanos se encuentran sujetos; esto facilita la comprensión frente a situaciones que otros no entenderían. No obstante, es factible que aparezcan los celos, una deslealtad o cualquiera de esos sentimientos perversos propios del ser humano, pues nada que provenga del ser humano es inhumano.
En tales casos, queda la palabra, la profundidad del sentimiento y la aceptación de un equívoco. Ni el egoísmo, ni el orgullo son de ayuda si de verdad se desea la permanencia de una amistad.
La amistad no es una relación de poder, pues lo que en ella vale es el amor y no la temeridad, aplicable a quien desea el principado, según Nicolás Maquiavelo. Quién diría que fue el mismo Maquiavelo quien afirmó que “las amistades que se adquieren con el dinero, y no con la grandeza y nobleza del alma, no son de provecho alguno en los tiempos difíciles, por más bien merecidas que estén”. Claro está, señor Nicolás, que si una condición es el dinero, no hablamos de amistad.
Los hombres, las mujeres, por su propia esencia no pueden vivir en soledad; ni siquiera los que se alejan porque buscan un dios o un encuentro con alguien supremo. El ser humano es interdependiente: necesita del otro, de la otra, de las relaciones; cómo las construyamos, el gozar de una o muchas amistades, dependerá de nuestra propia subjetividad, de la necesidad o de nuestros intereses.
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