Ilse Bulit .
Hacia el malecón habanero, esa ventana al mar de la capital cubana, febrero encamina los fríos del Norte siempre resistibles con sus olas salpiconas, pero ya no convoca a aquellos paseos de Carnaval de los años 40 y 50 del pasado siglo XX. La costumbre de saciarse de alegría y hasta de pecados, antes del Domingo de Ramos, se cumplía. Durante cuatro fines de semana, los bailes de disfraces eran la comidilla de moda. La división de la diversión en capas sociales se mantenía: los más ricos hacia los clubes lujosos; los profesionales hacia los suyos; los españoles y sus descendientes en sus sociedades; los pobres a las comparsas del barrio que desfilaban por Prado, en el corazón de la vieja Habana. En la noche del sábado se manifestaba con crudeza la separación racial y financiera: nadie se entrecruzaba en esos bailes. ¡Ah!, pero la magia aguerrida del Malecón, en combinación con el susurro del viento en los árboles, provocaba las mezclas de clases y razas. Y, también, la diversidad en vehículos de transporte auspiciaba el milagro.
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